“Dichosos los que lloran porque serán consolados…”

Publicado en por P. Florin Callerand

“Dichosos los que lloran porque serán consolados…”

 

La primera palabra de la revelación que viene a la mente al escuchar la manera de hablar de Jesús, es la que expresa San Pablo en el capítulo octavo de la epístola a los Romanos.

"Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo… (Romanos 8,19…23)
 

Este texto expresa una real “hartura”, sentida por todas las criaturas y no solamente por parte de los hombres. Hartura de la muerte. La muerte bajo todas sus formas, ya sea natural, normal como se suele decir, o violenta, impuesta. El mundo, la humanidad, no puede más. Hace demasiado tiempo que esto dura. ¿Por qué nacer si es para morir, aparecer para desaparecer? Parece que escuchemos a través de las palabras de Jesús un enérgico “basta ya”. De ahora en adelante, no tiene que ser así. Es verdad, al Mesías se le esperaba para que pusiera punto y final a esta desgracia fundamental y que enjugara todas las lágrimas, como lo anuncia el profeta del Apocalipsis: “Y enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apocalipsis 21,4)

 

Se podría decir, que a través de esta proclamación de Pablo, el anuncio de la victoria universal sobre la muerte finalmente aparecería en la creación y que Jesús iba a ser merecedor del título que no dudó en atribuirse la noche del jueves santo: “Ánimo, soy el Victorioso… He vencido a la muerte… (cf. Juan 16,33)

 

El evangelio está lleno de ese llanto sobre la muerte. Como en todas partes, hay que encarar el duelo con frecuencia. Las genealogías de Jesús, no son más que sucesiones de nacimientos y de muertes. ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuántas centenas de miles de litros si los totalizáramos en un lagrimal gigante! ¿Por qué sucede todo esto?

 

El capítulo 2 de San Mateo, nos narra la masacre de los niños de Belén a la que Jesús escapa, pero no por mucho tiempo. Se nos cuenta el asesinato de Juan Bautista. Presenciamos el entierro del hijo de la viuda de Naím, en el que se nos dice que Jesús, conmovido se deshizo en lágrimas. En Cafarnaúm, se enfrentó a las plañideras que creaban un clima de desesperación con sus gemidos. En Betania, no pudo contener su llanto por su amigo, y se comentaba: “Mirad cómo le quería” (Juan 11,36). Puede que, ante la idea de su cercana muerte, la agonía de Getsemaní se le hiciese tan asfixiante… Desde luego ahí hay algo que no funciona como la maquinaria del mundo.

 

¿Por qué esto es así? Si nos remontamos a la historia del pueblo de Israel desde el tiempo del primer genocidio por el faraón egipcio y su administración, se nos dice que, a las niñas de Israel se las llamaba a menudo “Myriam”, María. Y sucede lo mismo en tiempos del evangelio, donde se pueden contar al menos cinco. Se supone que en el pueblo había muchas más. No obstante, “Myriam” significa, según la más fidedigna etimología, “océano de amargura, mar de lágrimas”. Podemos pensar que la Virgen María honraba el sentido de su nombre: “doliente”, no “quejica”. Tampoco significaba que hubiera, proporcionalmente, más fallecimientos en su familia que en otras. Pero sensible al drama del mundo, María tenía a menudo los ojos dilatados y consumidos, como los de la enfermera de Georges Rouault o los de su Cristo en la pasión. Imposible no pensar que esta joven, que se siente llena de la vida de su Dios, no le hablara de este accidente trágico de la muerte, que parece escapársele por todas partes y para el que no existe ni control, ni auxilio. ¿La oración mesiánica de María, podía reducirse a la esperanza y la súplica de la venida de alguien que se limitara a mejorar el sentido habitual de la política, de la economía o de lo religioso en Israel y en el mundo? O bien su corazón, inspirado por el Espíritu, ya le hacía orar, como diría más tarde San Pablo, con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu” (Romanos 8,26-27).

 

Cuando, en peregrinación a Tierra Santa, nos aposentamos en Naím, pueblo en el que Jesús devolvió a una pobre viuda su hijo que lo llevaban a enterrar; podemos ver enfrente las otras dos puntas de un triángulo equilátero, Nazaret a mano izquierda y el Tabor a mano derecha. Es casi imposible no dar interiormente un salto de una punta a otra y escuchar, como empapado por la geografía de los lugares, el mensaje de la esperanza. Nazaret, donde Myriam rezaba con lágrimas, para que apareciese en la tierra el consuelo de la resurrección. El Tabor, lugar donde Jesús anuncia desde antes de su pasión, que su muerte culminará venciendo a la muerte, la suya y la de toda la humanidad. Naím, lugar donde Jesús hace una especie de primera aplicación de su futura victoria, a favor de una mujer desconsolada y de un niño muerto tempranamente.

 

Con todos estos recuerdos y estas consideraciones, nos adentramos con Jesús y María en el drama del mundo. ¿Por qué el Hijo de Dios vino en la tierra, en la creación? La respuesta que se impone es: “para eliminar el drama de la muerte”. Pero ¿por qué la muerte entró en el mundo? ¿Quién es el responsable de ello?

 

Tenemos costumbre de situar la causa de la muerte, ya sea en el pecado del hombre, ya sea en el diablo que empuja al hombre al pecado. Ahora bien, sabemos que esta presentación de la introducción del mal y de la muerte en el mundo, procedente del pecado original cometido por la primera pareja humana, es el origen, por lo escandalosa que resulta, del rechazo de la fe, llamada cristiana, por parte de muchos de nuestros contemporáneos. Conocemos el grito final de Bourvil, en su lecho de muerte: “Esto no es justo, esto no es justo”; así como la confesión de Albert Camus en “El Hombre rebelde”, indignado contra la doble, flagrante y horrible injusticia de Dios: por una parte, hace recaer sobre millares de inocentes las consecuencias de la culpa de sus parientes lejanos, prehistóricos y por otra parte, hace expiar a su Hijo inocente las culpas de todos los culpables de la innumerable letanía humana. Todo esto, se dice, porque la justicia de Dios es infinita en comparación con la justicia humana demasiado permisiva, porque creada. De hecho, muchos ateos se representan a Dios, con razón, como un ogro despiadado, sin nada en común con el corazón humano.

 

En realidad, esta explicación monstruosa del mal en el mundo y de la aparición de la muerte por el solo pecado original cometido por unos responsables irresponsables, viene como consecuencia de una lectura errónea de las páginas del Génesis. Esta lectura fundamentalista está lejos de ser evacuada de las mentalidades religiosas. Pero la ciencia nos da la prueba super verificada que el mundo tiene una historia íntima, que su comienzo arrancó en condiciones muy poco organizadas y que solo poco a poco ha pasado a ser lo que hoy es. De todos modos, la muerte estaba en la tierra, desde centenas de millones de años, antes de que los hombres, eventualmente pecadores, aparecieran.

 

Jamás Dios ha creado un universo ni perfecto, ni acabado. La ciencia nos explica su fenomenal y evolutiva historia. En cuanto al relato del Génesis, no es en modo alguno un libro de historia, sino una reflexión mística sobre la vida de unión y las consecuencias de la desunión con Dios y de las criaturas entre ellas…

 

Incluso si no hubieran crucificado a Jesús, hubiera muerto de muerte natural. Y no es porque María fuese inmaculada, por lo que se fue al cielo sin morir… ¡de enfermedad o de vejez!

 

Este lenguaje resulta escandaloso para quienes no se atreven a mirar la creación como un devenir, lanzado por Dios. El sufrimiento del hombre y de la creación, encuentra en Dios más que un simple eco, una auténtica participación. ¿Cómo sería posible, incluso metafísicamente, que Dios, tan cercano y tan íntimo a sus criaturas, siendo Él su meollo central, no sintiera, por experiencia, todo lo que les sucede?

 

Paul Claudel es quizás el primer gran poeta que ha abierto la ruta de la reflexión en este sentido:

“Puedo afirmar que el Creador no puede abandonar a su Criatura. Si sufre, Él sufre al mismo tiempo…”

“… ¡Ah! ¡Sé que siempre habrá esta espina clavada en su corazón! He encontrado este pasaje hasta en lo más hondo de su Ser. Soy la oveja perdida que las otras cien, nunca no bastarán para compensar”

                                                                                    “El zapato de raso”

     

Sin embargo, Claudel no había conocido, ni tampoco integrado los datos de la evolución natural y dificultosa de la creación. Ya se escucha, desde esa perspectiva, la palabra evangélica: “No llores” (Lucas 7,13), significando que no todo está perdido para siempre y que el hombre no yace solo en el fondo de la desgracia. Dios sufre con él y no abandona la partida con miras a una restauración, a una reconstrucción: “Par los que lloran, llegó el tiempo de la consolación”. La palabra de Jesús “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo(Mateo 28,20) adquiere desde ese momento todo su sentido. Necesitamos encontrar los sentimientos de los heridos del camino que yacen en las cunetas, esperando ayuda, que es necesario salvar y que de repente oyen el claxon de la ambulancia y descubren el rostro de los socorristas…

 

La proclamación de la tercera bienaventuranza: “Dichosos los que lloran porque serán consolados” puede recibirse como excusas de amor que el creador viene a presentar a su criatura. Algo así como: “No pude hacerlo de otro modo. Soñando con haceros llegar conmigo, a mi condición de Dios, tenía que empezar poquito a poco. No podía no haceros daño, porque, en cierta manera, se trata de que os adaptéis a la talla de mi ser y de mi amor infinitos. Pero estoy con vosotros. Vuestro devenir cumplido, dichosos, es cosa mía tanto como vuestra…” 

 

Pensamos en la tempestad en la que los discípulos de Jesús se sienten amenazados de muerte y a quienes el maestro consuela diciendo: “Soy yo, no tengáis miedo” (Juan 6,20). No se trata de una tempestad ocasional, pasajera, sino de la condición humana en devenir, del sufrimiento bajo todas sus formas. Habría que citar el pasaje del capítulo 8 de los Romanos, como comentario a esta tercera bienaventuranza:

"¿Qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Pues estoy seguro… de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro… ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro." (Romanos 8,31…39)

 

No hay que reservar este texto únicamente a la vida de los discípulos-apóstoles de Cristo, amenazados de tener que dar testimonio hasta en el martirio, sino aplicarlo a toda criatura y a la sociedad de los hombres que quiere constituirse con y según Dios… Es cierto, que la cruz, según el evangelio es el trono real de Cristo, por consiguiente, de Dios, de la humanidad, de la creación. Es en este trono donde esperamos la venida del gran final y es ahí donde actuamos juntos.

 

Hay que acabar con esto de plantearse el problema del mal como un debate sobre la posibilidad de conciliar nuestra decadencia, incluso física, con la bondad y la fuerza divinas. Debemos ver que Dios es una energía de amor que intenta que avance hacia un “siempre más” y un “siempre mejor” lo que él ha empezado, y que así, de etapa en etapa, -siendo también la muerte un paso hacia adelante- nos vamos con él, de progreso en progreso, incluso y sobre todo, cuando parece que uno se encuentra metido en un estancamiento absurdo. “Entonces, es nuestra fe, dice San Juan, la que ha conseguido nuestra victoria sobre el mundo” (1Jean 5,4) “Sobre la muerte” dirá San Pablo (cf. 1 Corintios 15,54-55)

 

El día en que, con el Cristo del viernes santo y de la Pascua lleguemos a considerar la muerte como un gran portón abierto de par en par sobre el jardín de la vida eterna, ya no será un drama.

 

Florin Callerand, 18 de enero de 1991

extracto de "Un pobre grita, Dios le responde", © 2006

 

Traducción del francés al español:  Beatriz Simó y Pilar Sauquet

 

"Il est ressuscité", CD Tissage d'or 4 (Communauté de la Roche d'or)

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