“¡La luz de las naciones!” ... este pequeño que Simeón tiene en sus brazos.

Publicado en por P. Florin Callerand

“Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo y religioso, que esperaba la consolación de Israel, y estaba en él el Espíritu Santo" Lucas 2,25

Es con este versículo con el que San Lucas introduce a Simeón en la historia de la presentación de Jesús en el Templo. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿cuántas personas lo estaban esperando de este modo? ¿Por qué estaban esperando estas personas? En el prólogo del Evangelio de San Juan está escrito: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”, mientras que aquí viene a los suyos, y ¿hay algunos que lo reciben?... Pero San Juan añade “...pero a todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios”.

Porque solo una ínfima minoría esperaba al Mesías, o al menos a un Mesías así. No se puede decir que en la época de Jesús, Israel no esperase al Mesías. Pero esperaban a un Mesías de fuerza, de poder, un liberador “manu militari” del pueblo de Israel frente a los ocupantes romanos y paganos. Un Mesías que establecería el Reino de Dios por la coacción, por la fuerza de las armas, y haría emerger la alabanza de todos los que no se sometieran.

Lo que es sorprendente es ver como en el Templo, hay algunas personas que tienen una noción del Mesías diferente a ésta. Se les llama “los Pobres de Dios”, los sucesores o los descendientes de los profetas. Ellos esperan otra cosa. Se trata de místicos. Son hombres del Espíritu, que esperan a un Dios que no es como el que todos esperan. La prueba es que Simeón y la profetisa Ana son capaces de celebrar la llegada de bebé insignificante, un bebé de 40 días en los brazos de su madre. Realmente se necesita una sacudida tremenda del Espíritu Santo para poder reconocer a Dios en la mayor debilidad humana, es decir, la debilidad de un niño recién nacido que está totalmente abandonado a las fuerzas externas. Solo no podría sobrevivir. Pero entonces, ¿quién es Dios?”

Estaba “bajo la acción del Espíritu”, “el Espíritu estaba en él”, y “había recibido el Espíritu...” Tres veces se nombra al Espíritu Santo para caracterizar esa capacidad de Simeón de reconocer a Dios en la debilidad de un ser que dice: “¡Venid en mi ayuda!” Es obvio que, sin el Espíritu Santo, típicamente cristiano, era absolutamente imposible admitir que Dios fuera así. Incluso si uno no cree en la divinidad de Jesús, si solo cree que es el Enviado de Dios, está obligado a decir que un embajador está a la altura del gobernante o del rey que lo envía, porque el gobernante o el rey no envía a cualquiera como enviado, como embajador. Él es el elegido. Tiene la confianza de quien le envía. Así que, contemplando a este Enviado, ya descubrimos quién es Dios y ésta es la revolución de las revoluciones en el conocimiento de Dios.

Así que, aquí está la verdad: Él es el más fuerte en el amor. Y en el momento del lavatorio de los pies, vemos que la fuerza del amor es la de arrodillarse ante los que ama para decirles: “¡Ayudadme!” Hay algo absolutamente sobrecogedor en este gesto. Es como si Aquel que nos crea nos necesitara, no solo para que nos realicemos, sino que es Él quien nos necesita. Teilhard de Chardin intuyó sorprendentemente cómo el hombre, con su respuesta, “hace crecer a Dios”. Esto significa que, si el hombre no responde a Dios como colaborador y amigo, como hijo, Dios se achica. Hoy puedo “hacer crecer a Dios” en valor, siendo yo mismo, intensamente fiel a mi vocación de hombre, haciendo lo más y lo mejor, es decir lo máximo. Como resultado, Dios, que depende de mí, crece. Y esa es la luz de las naciones. Esta es la dignidad del hombre.

“Hay que ver que la Pascua no brilla más que el espectáculo del pequeño que Simeón tiene en sus brazos... Nadie ve la Resurrección. La Resurrección se manifiesta por una efusión del Espíritu Santo en el fondo del corazón”. Esta efusión del Espíritu Santo en lo más profundo del corazón no da ni una estocada, ni triunfos, ni historias sensacionales en el podio, pero sí cambia el modo de vida al provocar la ayuda, los intercambios, el compartir, la claridad, la limpidez de la vida, una fe más viva, un entusiasmo. Es algo que no tiene nada de brutal, que no tiene nada que ver ni con las fuerzas armadas, ni los campeones deportivos, ni nada parecido. La Resurrección en nosotros es una transfiguración sencilla de lo ordinario. Por eso podemos situar este inicio de la Pascua en el 2 de febrero en paralelo con la propia Pascua”.
 


Cuando San Lucas narra la historia de la infancia de Jesús, probablemente dispone de algunos documentos, pero no sabemos exactamente cuáles son y cuál es el verdadero trasfondo histórico de su relato. Pero, sobre todo, Lucas tiene su propia experiencia de convertido. Lo que le ocurrió fue que pudo reconocer al Hijo de Dios en este niño Jesús que luego murió en la Cruz. Esto significa que el anciano Simeón es San Lucas. Esto significa que el anciano Simeón es cada uno de nosotros, alguien que busca, que espera la manifestación de Dios. “Ah, ¿así es Dios? Nunca me lo hubiera imaginado así… Según una de las mejores tradiciones, Lucas recibió la gracia de la conversión al escuchar la predicación de Bernabé y Pablo en Antioquía. Esta predicación es: Dios que se hizo carne, Dios que se hizo hombre. He ahí, quien es Jesús. Lucas estaba conmovido. Entonces, comenzó, mucho más tarde, a escribir los relatos de la infancia de Jesús. No puede pasar por alto lo que le ocurrió el día de su conversión. Proyecta su propia experiencia en la de Simeón, aunque no sea del todo histórica. Lucas es un médico, un filósofo griego, un historiador, un investigador. Y de repente en la predicación de Pablo lo encontró: “¡Eso es! Ahora ha terminado mi búsqueda. Hay que continuar, pero lo esencial lo ha encontrado: Jesús es Dios hecho hombre”.

 

Florin Callerand
Fiesta de la Presentación, 2 de febrero de 1993


Traducción del francés al español:  Beatriz Simó y Pilar Sauquet

"Tenez dans vos mains votre lampe allumée", CD Tissage d'or 4 (Communauté de la Roche d'or)

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